viernes, 6 de marzo de 2015

Las manos de Dios

Existe un rincón privilegiado de la mente que, en estos días de renovadora Cuaresma, se despereza a fuerza de percibir en lontananza la llegada de las deseadas tardes de sol dorado y aire tibio con leve aroma a incienso y azahar. Poco a poco volverán a brotar como diminutas flores de primavera, los recuerdos más recónditos y las más antiguas evocaciones que uno pueda atesorar en el baúl de la que es nuestra única y verdadera identidad: la infancia. Mas también es cierto que sobre ese baúl habremos ido construyendo un particular y magno templo de vivencias que se encargarán de establecer y fijar un sólido baluarte espiritual al que asirnos a lo largo de la vida.  

A esta hora en que la tarde deja caer el velo cárdeno que presagia la noche, vuelven a amontonarse desordenadamente en la cabeza las incontables veces que recorrí la ciudad cargado con mi equipo para lograr inmortalizar algunas de esas escenas sacras que inevitablemente quedan en la memoria y en la esencia más honda del sentimiento. Recuerdo que siempre me fijaba con enorme atención en las manos, como si intencionadamente me susurraran en voz baja para que las atendiera con especial cariño. Siempre encontré en ellas la suficiente expresividad y elocuencia como para dedicarles un buen puñado de concienzudas tomas. Año tras año, acumulados en las piernas los pasos con que recorrí las calles, llegué a ver aquellas pacíficas manos extendidas implorando misericordia al Padre; las vi también amarradas con tosca soga como las de un pobre cautivo o las de un vulgar malhechor; vi aquellas manos cruelmente desfiguradas de tanto ignominioso dolor que soportaban; las vi sosteniendo en la fría roca del camino el cuerpo escarnecido bajo el peso de la implacable Cruz; vi la infinita serenidad de aquellas manos desbordadas de amor mientras se acercaba el supremo sacrificio en el desnudo monte de la Calavera; vi aquellas valientes manos sujetas por un despiadado clavo al firme madero; y también las vi, finalmente, maltratadas, exhaustas, laceradas, inertes y desangradas.


Aquellas que vi, no eran unas manos cualquiera. No penséis siquiera que eran las de un pobre y sucio hombre arrestado por sus fechorías, porque, muy al contrario, eran las manos más puras y poderosas que en el mundo a madre alguna acariciaron. Eran las de un joven nacido en Belén. Las de un hombre que no tuvo medida ni reparos para entregarse y enseñar a los demás. Eran las manos del verdadero amor, las manos del mismo Dios.



















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