miércoles, 14 de enero de 2015

El orden y la razón vestidos de ruán y esparto

En este año 2015 recién estrenado, propongo la primera entrada de Tanquanovis para ensalzar y recordar a una persona de gran peso moral en mi vida. Alguien que me infundió enorme ejemplo desde el primer momento que le conocí. Ya ha transcurrido un año desde que nos dejó para presentarse ante el Altísimo, ligero de equipaje y con la verdad por delante de un hombre bueno. Un año, justo el tiempo que he necesitado para poder escribir algo sobre él. Se trata de Don Eduardo Ybarra Hidalgo. El impacto que me causó la noticia de su muerte, a pesar de que su progresivo deterioro presagiaba lo peor, impidió que fuera capaz de superar la orfandad de palabras a la que me he visto sometido para poder expresar adecuadamente mi congoja por su fallecimiento y admiración por su calidad humana. Doy luz, de esta manera, a una tarea que me debía y se la debía por convencimiento propio. Pero ante todo, quiero comenzar mis palabras dando firme testimonio de que era un señor de enorme humildad y un caballero de profundas convicciones religiosas además de un hombre de orden y razón como pocos pueda uno encontrarse. Le recuerdo en los años 90 con corbata y traje oscuros por la calle Pajaritos volviendo de sus tareas inherentes al cargo que ostentaba como Director de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras cuya sede compartida con la de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría sigue estando situada en la Casa de los Pinelo de la calle Abades. Era inconfundible su aspecto de gentleman inglés caminando sosegadamente.

Fue también mi Hermano Mayor, puesto que mi ingreso en la Primitiva Hermandad de los Nazarenos de Sevilla se produjo cuando a él le correspondía dirigirse, vestido de ruán y esparto, a todos los nazarenos en el anual fervorín para recordarnos, por si alguien tuviera dudas, quiénes éramos, de dónde veníamos y por qué estábamos allí congregados. Era él porque a continuación se colgaba del cuello el cordón de plata del que pendía la llave del sagrario de la Real Iglesia de San Antonio Abad en aquellas primeras madrugadas inolvidables que marcaron a un servidor para siempre. Han pasado casi 25 años y las cosas son algo distintas dentro de aquellos muros, pero esos buenos ratos de convivencia en la salita de la casa hermandad compartiendo bebida y papelón de pescado frito no han sucumbido. Recuerdo que alguna vez también pude compartir con él reunión de estas características y hasta tener el gusto de servirle manzanilla de Sanlúcar en su catavino por estar sentado muy próximo a mí.

Fue nieto de Don Tomás Ybarra y González, hijo de Don Eduardo Ybarra Osborne, ambos Hermanos Mayores de la cofradía, y sobrino de Don Luis Ybarra Osborne, figuras muy importantes para entender el devenir de la Archicofradía a finales del siglo XIX y a lo largo del XX. No podía haber dudas sobre su cuna nazarena con estos mimbres. Inscrito en ella desde su nacimiento, vistió como paje desde muy niño llegando a ser número uno de la nómina de hermanos hasta el fin de sus días en que fue amortajado con su túnica de ruán. Perteneció a distintas Juntas de Gobierno desempeñando diferentes funciones y a mediados de los 80 fue elegido Hermano Mayor durante seis años en los que abrió las puertas de la Hermandad dando con ello un giro al carácter que la definía desde hacía tantas décadas. Acabada la Semana Santa de 1988 tuvo el honor de recibir a Don Balduino y Doña Fabiola, reyes de los belgas. Habían presenciado la salida de la Hermandad en la Madrugada Santa de aquel año y posteriormente tuvieron notable interés por visitar las dependencias y charlar con el Hermano Mayor y Junta de Gobierno, lo que tuvo lugar el Domingo de Pascua de Resurrección.

A pesar de sus inevitables achaques, logró participar en la procesión extraordinaria del 9 de mayo de 2004 que la Hermandad celebró para conmemorar el sesquicentenario de la proclamación del Dogma de la Pura e Inmaculada Concepción de Santa María Virgen. Solemne, serio y fiel a sí mismo y a sus raíces, acompañaba con vara al Guión Romano. Yo le podía ver desde atrás mientras portaba la Cruz Parroquial delante del palio de María Santísima de la Concepción. Todo un honor y todo un privilegio.

No olvidaré tampoco la última vez que le vi revestido de ruán y esparto accediendo a la iglesia desde el atrio dispuesto a iniciar la anual estación de penitencia a la Santa Iglesia Catedral. Necesitaba ya la ayuda de su hijo Alberto, actual Hermano Mayor de la Hermandad. Quizá se trataba de su última Madrugada. Estoy seguro de que tomar la decisión de no continuar debió de ser muy triste y doloroso para él y los suyos. Me pongo en su lugar y no encuentro palabras para ello.

El principal y más sobrecogedor recuerdo que conservo de él corresponde a la última vez que estuve a su lado. Era una tarde de primavera de hace unos ocho o nueve años. Fue en su casa de la calle San Vicente. Tuvo la deferencia y la amabilidad de abrirme las puertas de su hermosa y señorial casa cuando se percató de que yo observaba con gran interés la antigua dolorosa de nuestra Hermandad desde el zaguán a través de las cristaleras de la puerta de entrada. No lo dudó un instante y me hizo pasar para contemplar la talla de cerca. Inmediatamente comenzó un diálogo inolvidable. Me contó los avatares de la imagen hasta llegar allí y desde luego dejaba patente su devoción y cariño por nuestra antigua titular mariana. Fueron verdaderos momentos de conmoción para quien escribe esto porque este cordial encuentro no estaba previsto en absoluto. Sin embargo, se desarrolló con toda naturalidad y ambos disfrutamos mucho de la charla. Después me invitó a pasar a su biblioteca en donde quedé mudo ante la cantidad de volúmenes que había ido depositando a lo largo de los años. Me recordó, con toda generosidad, que cada uno de aquellos libros siempre estaba a disposición de cualquier estudiante o investigador que lo necesitase. En ese momento ya se habían incorporado a la reunión su esposa, María Antonia, y su hija mayor, Emilia, mujer de nuestro capataz Don Antonio de León Pérez, desgraciadamente fallecido hace sólo unos días y que Dios tenga en su gloria. La hospitalidad de Don Eduardo no cesó en ningún momento, hasta el extremo de que, para mi mayúscula sorpresa, tuvo a bien obsequiarme con el último libro de su colección de “Sevillanías”. Era el sexto volumen con el cual yo completaba mi colección personal. Para mí ha sido desde entonces un singular tesoro que conservo celosamente con todo el cariño y afecto posibles. Habíamos hablado ya de nuestro orgullo por ser primitivos nazarenos y del inmenso significado que tenía para nosotros la Hermandad como estilo de vida. Estas declaraciones nos unieron emocionalmente allí mismo, y si no fuera porque la vida nos había situado en etapas de la historia algo alejadas, bien habría valido el comienzo de una buena amistad.

A pesar de no haberle vuelto a ver desde entonces, su constante presencia en mi recuerdo no ha cesado nunca. Siempre que he tenido ocasión he preguntado por su salud a sus familiares más allegados. Y así supe que, como suele ocurrir a los hombres buenos de Dios, su hálito se iba consumiendo poco a poco como el pabilo de un cirio, lenta e inexorablemente. Sin embargo, su figura, su ejemplo, su clase y su estilo permanecerán indefectiblemente mientras vivamos los que le conocimos. Por eso, quiero desde estos humildes renglones, rendir mi sencillo homenaje, mi profundo recuerdo y mi sincero respeto y agradecimiento a quien tanto dio a Sevilla y a su Primitiva Hermandad de los Nazarenos. 

D.E.P.